Mientras caminaba, con la tristeza a cuestas, con el peso en sus pies de la desesperanza, aunque avanzaba hacia el frente ella sentía que se hundía en un abismo oscuro que succionaba el último aliento de vida.
En ese ensimismamiento, rodeado de oscuridad se dirigía a su “destino”, sola, terriblemente sola, irremediablemente sola, totalmente sola.
Esa oscuridad que la envolvía cubría el bullicio de la calle de esa tarde. Caminó por esa larga avenida, pasó por la vieja estética, en la que entran mujeres principalmente, a renovar su “luk” para maquillar su desgracia, para atraer al macho, para que la vecina se vea mas desgraciada y así obtener ese pequeño triunfo en la cuadra de la colonia. Pasó por ahí, y no vio los trapos colgados oreándose, esos que protegen a las clientas de sus propios pelos, de los tintes que cambia el color de su vida. No olió los botes vacíos de peróxido a granel, el olor a shampoo barato.
Esta vez sorteó bien los desperfectos del piso, no trastabilló como tantas otras veces que camino por ahí, no olió el hedor de las coladeras maltrechas y desgastadas, no reparó en el montón de basura en el mismo, pero diferente que otros días observó con la divertida idea de encontrar un fajo de billetes tirado, como en las series de televisión que muchas veces la entretuvieron. No caminó resolviendo el dilema de como guardar, administrar y gastar tanto dinero encontrado en la calle, esta vez no lo hizo.
Llegó a la tienda de las dos mujeres mal encaradas, que les decían las marimachas por su descuidado aspecto, llegó pero no las vio, ellas tampoco notaron su paso por la calle, fue un desencuentro mutuo, no llegaron a su mente las ideas de las mandas en las que tendría que cogerse a alguna de ellas, imaginar la escena y reírse sola por la calle, solo de pensar que le fuera gustando.
Caminó tanto y no vio casi nada de lo que ahí estaba como siempre, con esos regulares cambios que dan los días pero que mantienen ese orden cotidiano. No la distrajo el olor del pan recien horneado, el paso acortado de la vendedora de banqueta.
Ella iba metida en su tristeza, acompañada de la desesperanza, perdiendo la fe a cada paso, muerta antes de morir, convencida de que estaba sola, muy sola.
Irónicamente sola, pues esa tarde estaba llena la calle de gente, había tianguis, mujeres apuradas, cargando bolsas, acompañadas de la joven que no le tocó escuela, hombres abrazando a sus familias mirando lo que se compraba, personas comiendo los grasientos platillos de alcahuetes olores. Personas iban y venían, de todas las edades, de las cercanías del tianguis.
Pero ella caminaba como si estuviese suspendida por encima de ese bullicio, de esos eclécticos olores, sin sentir a los transeúntes que la rosaban a su paso, sin ver la diversidad de rosotros, sin oir las risas, las ofertas, la música distorsionada, sin saborear toda la chatarra expuesta, sin tocar a un solo ser a su paso. Todo eso sucedía y ella no se daba cuenta de la vida que había en la calle, caminaba convencida hacía su meta, por ese túnel peligrosamente oscuro, perversamente silencioso en el que solo rebotaban sus pensamientos pesimistas, fatalistas y mentirosos.
Ella caminaba con la cabeza agachada, los ojos llorosos, lágrimas tristes y separadas una de otra rodaban por su rostro, caían dramáticamente al vacío. Al dar vuelta para caminar ese pequeño tramo que la llevaría al puente, la distrajo un globo rosa, sí!, la distrajo un globo rosa, apenas alzó la mirada y no podía evitar ver ese globo en medio del paisaje gris de la tristeza, de la suciedad de la calle. El movimiento era lento, gracioso. Aún así no prestó más atención que al acercamiento del globo a su persona, conforme se encontraban el hilo que lo suspendía era largo, muy largo, ella se acercaba y no lograba ver quien sostenía el globo.
A estas alturas solo caminaban su desesperanza, su tristeza, sus lágrimas contenidas, el globo rosa, todos en su oscurísimo túnel y hacia su destino.
Otra lágrima rodando por su rostro, lenta recorría cada poro de su mejilla, y de pronto el globo se movió bruscamente, ella tropezó con la dueña del globo que caía en sus brazos heroicos, pues estaba siendo salvada de un fuerte golpe en la cabecita contra el barandal salido, huella de algún viejo choque automovilístico.
Se raspó todo el antebrazo, luyó su blusa, salió del triste letargo, tomó a una niña, que no soltó por nada su rosado globo. Asustada la niña y al mismo tiempo con un gesto de alivio, su morenito rostro, su lozana piel dibujaron una sonrisa y posó su manita en el rostro de la mujer, como quien consuela a una niña y le dijo –que bueno que estas aquí–, la beso y remató –en el mundo.
La madre todavía atolondrada tomó a la niña suavemente, la cercó hacia ella y extendió la mano a la mujer y le dijo –que Dios guarde su vida, es usted un angel, acaba de salvar a mi niña de un terrible accidente, no sabe como se lo agradezco– tomó su mano y ella la cubrió con la otra.
La niña tomó el globo se lo dio a la mujer y le dijo es tuyo, ahora el te salvará. La madre ya de frente a la mujer le decía, –cuídese mucho señorita, esperamos volverla a ver– mientras le sacudía la basurilla, sacó una guayaba de su bolsa de mandado, se la dio, y concluyó –ya está lavada, cómasela para el susto, cuide ese brazo, que es de un angelito– sonrió triunfante y se alejaba lentamente. Mientras, la niña la despedía con una mirada fija y una sonrisa dulce en su rostro, acurrucada y consentida por su madre.
Ella, absorta de lo sucedido, sin darse cuenta acercó la guayaba a su rosotro y respiró su agrudilce aroma, aprisionó un poco el fruto y sintió su delicada madurez, instintivamente lo mordió y lloró deliberadamente, caminó en sentido contrario del puente.
Miró hacia atrás con vergüenza su anterior meta, se sintió chiquitita, desvalida, sin fuerza, pero de alguna forma mejor.
Y se alejó con sus sentidos alterados, su pensamiento debilitado que le susurraba... otro día será.
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